Un estudio internacional liderado por el investigador Adam Millard-Ball ha analizado más de 11.500 ciudades en todo el mundo y llega a una conclusión contundente: invertir en infraestructura ciclista puede ser una de las herramientas más poderosas para mejorar la salud pública y combatir el cambio climático. Y lo mejor: no hace falta convertirse en Copenhague para lograrlo.
Según el estudio, implementar redes de carriles bici similares a las de la capital danesa podría reducir las emisiones de coches privados en torno a un 6%. Además, el aumento de la actividad física derivado de este cambio urbano supondría un ahorro estimado de 435.000 millones de dólares anuales en salud pública. Es decir, menos coches, más bicicletas… y menos enfermedades.
El clima no es excusa
Uno de los hallazgos más sorprendentes del estudio es que el clima no influye tanto como se pensaba. Ni la lluvia ni el calor parecen disuadir a los ciclistas, salvo en ciudades con inviernos extremadamente fríos. En cambio, factores como la densidad urbana, la presencia de transporte ferroviario y la pendiente del terreno sí marcan la diferencia.
Uno de los hallazgos más sorprendentes del estudio es que el clima no influye tanto como se pensaba. Ni la lluvia ni el calor parecen disuadir a los ciclistas, salvo en ciudades con inviernos extremadamente fríos. “Sorprendentemente, el clima no tuvo un gran impacto en caminar o andar en bicicleta, excepto en las ciudades con los inviernos más fríos. La lluvia y el calor no mostraron efectos detectables”, explica Millard-Ball.
En cambio, factores como la densidad urbana, la presencia de transporte ferroviario y la pendiente del terreno sí marcan la diferencia: “Las ciudades con servicio ferroviario, mayor densidad y más carriles bici tienen más uso de la bicicleta. Las pendientes pronunciadas desincentivan su uso”.
Esto abre una puerta de oportunidad para ciudades como las españolas, que, según el investigador, “son lo suficientemente densas como para que caminar y andar en bicicleta sean opciones viables para muchos desplazamientos”. Aunque reconoce que el rediseño urbano puede generar resistencias —por ejemplo, cuando se eliminan plazas de aparcamiento—, pone como ejemplo a Montreal, donde se ha logrado el apoyo vecinal y comercial para transformar las calles.
No hace falta ser Ámsterdam
El estudio también desmonta la idea de que solo las ciudades nórdicas pueden liderar este cambio o de que “exista una receta universal para rediseñar calles”. “No todas las ciudades tienen que convertirse en Copenhague o Ámsterdam, que ofrecen diseños inspiradores y eficaces”, señala Millard-Ball. “Hay muchos otros ejemplos de buenas prácticas en todo el mundo. Las ciudades pueden inspirarse en Osaka, Londres, Barcelona o Buenos Aires, por ejemplo”.
La clave está en adaptar las soluciones al contexto local, con medidas que mejoren la seguridad, la comodidad y la accesibilidad de los desplazamientos activos. Desde aceras más anchas hasta cruces seguros o zonas de tráfico calmado, cada intervención suma.
Llamada a la acción local y global
Más allá de los datos, el mensaje del estudio es claro: las ciudades tienen en sus manos una herramienta poderosa para mejorar la salud de sus habitantes y reducir su huella climática. Y no se trata de esperar décadas: rediseñar calles es una medida que puede aplicarse a corto plazo, con beneficios tangibles desde el primer kilómetro de carril bici construido.
“A nivel local, espero que este estudio muestre a los responsables municipales que es muy factible fomentar el caminar y el uso de la bicicleta —a corto plazo mediante el rediseño de calles, y a largo plazo aumentando la densidad urbana”, afirma Millard-Ball. “A nivel internacional, espero que convenza a los financiadores globales y a los responsables de políticas climáticas de que caminar y andar en bicicleta pueden ser una parte importante de la solución climática”.
“Caminar y pedalear no solo son buenos para el cuerpo y el planeta”, concluye, “también son una forma de devolver las calles a las personas”.
